Dirección: Alexander Sokurov.
Países: Rusia y Alemania.
Año: 2002.
Duración: 96 min.
Interpretación: Sergey Dreiden (Marqués), Maria Kuznetsova (Catalina la Grande), Leonid Mozgovoy (Espía), David Giogobiani (Orbeli), Alexander Chaban (Boris Piotrovski), Lev Yeliseyev, Oleg Khmelnitsky, Maxim Serheyev (Pedro el Grande), Natalia Nikulenko (Catalina I), Yuliy Zhurin (Nicolás I), Vladimir Baranov (Nicolás II), Vadim Lobanov (Chamberlan).
Guión: Alexander Sokurov y Anatoly Nikoforov.
Producción: Andrey Deryabin, Karsten Stoter y Jens Meuer.
Música: Sergey Yevtushenko.
Fotografía: Tilman Buettner.
Montaje: Stefan Ciupek, Sergei Ivanov y Betina Kuntzsch.
Dirección artística: Yelena Zhukova y Natalia Kochergina.
Vestuario: Lidiya Kriukova, Tamara Seferyan y Maria Grishanova.
Algunas otras películas (más de treinta) de Sukorov: "Y nada más" (1982), "Voces espirituales" (1995), "Madre e hijo" (1997), “Moloch” (1999), "Retrospectiva de Leningrado" (1957-1990) una recopilación de 13 horas de duración, etc. Además adaptó de la literatura clásicos como Bernard Show, Dostoyevski, Gustave Flaubert, Andrei Tarkowski, Alexander Soljenitsine, María Voinova, etc. Ha dicho sobre su obra: …“las personas tenemos una idea extremadamente simple y breve de lo visible”, por lo que sus films son una búsqueda constante de lo pictórico como valor, y un constante homenaje al resto de las artes, especialmente la literatura, la música y la pintura.
Hoy, se ha constituido en el realizador más importante de Rusia. Ha pasado por innumerables visisitudes de orden político y cultural, pero es incuestionable su calidad cinematográfica y su insaciable afán por la semántica y la gramática del cine. De ese cine , así como el de Tarkovski, donde confluyen la necesidad de dilucidar la realidad con el uso de la herramienta más importante que tuvo en sus manos: la imagen.
Cabe acotar, entonces, la relevancia que tuvo, en la historia del séptimo arte, el cine hecho en Rusia (Unión Soviética). Si tuviésemos que escribir un poco sobre este fenómeno y su evolución y trayectoria, deberíamos dedicar un extenso capítulo a los creadores rusos. Tanto en sus aspectos formales (montaje, encuadre, planificación, etc.) como en el conceptual o sus contenidos, han logrado marcar a fondo este fenómeno constituyéndose en los grandes innovadores e iniciadores de lo que hoy es el arte de narrar en imágenes.
Esta es la razón por la que no podría faltar esta pequeña nota sobre uno de los films más importantes de estos últimos años, continuidad sin duda de la de otros grandes como Andei Tarkovski, Nikita Michalkov, Andréi Zvyagintsev, herederos de Lev Kuleshov, Vsévolod Pudovkin y Dziga Vertov, y el sin duda el más grande Sergei Eisenstein (“El acorazado Potemkin”).
Zar –este es el título que se le daba a los emperadores en Rusia-, desde el punto de vista etimológico, es lo mismo que caesar (César) en latín y que kaiser en alemán. O sea que la palabra encierra no sólo un origen común de extraños y oscuros designios, sino que además contiene la historia de los hombres más poderosos de la tierra, como Pedro I, el Grande, proclamado Zar de Rusia entre 1689 y 1725, nacido en Moscú en 1672. Quizá este hombre haya sido el inicio de una tremenda transformación de la nación rusa, cargándose de un inmenso poder, y occidentalizando un país que miraba como hipnotizada una Europa, vana y decadente, a través de las cortes italiana y francesa.
Este zar es uno de los que se menciona, o mejor dicho menciona Dreiden (el marqués de Coustine) durante su mágica e ilustrada recorrida por el palacio Hermitage, junto a Catalina la Grande, Nicolás, Alejandro, Anastasia, etc. “Construyó una ciudad europea (San Petersburgo) sobre un pantano”, según lo expresa con asombro y un poco de sorna nuestro guía, mientras aparecen y desaparecen distintos personajes vanos y vacuos a su alrededor.
El Hermitage -hoy museo de L’Hermitage de San Petersburgo-, fue uno de los palacios más majestuosos de Rusia, ubicado en San Petersburgo, sede y hogar de los Romanovs, una familia que se caracterizó tanto por su esplendor como por sus ilimitadas ansias de poder.
El Iluminismo, la Ilustración, impregnan todo este tour, anacrónico por la extraña figura del marqués -personaje que aún no sabe qué o quién lo ubicó ahí, en ese lugar y en ese tiempo, o por qué habla ruso-, y atemporal, ya que eterniza y sintetiza en el mismo una época de la Rusia de San Petersburgo que aún hoy se estudia con asombrosa curiosidad.
También podría haber tomado la taiga siberiana (como lo hizo Kurosawa) o la asombrosa literatura de Tolstoi (como lo hizo David Lean), pero Sukurov prefirió este palacio como símbolo contenedor y receptáculo del espíritu ruso, de aquél espíritu que deslumbró por su boato y teatralidad, como por haber derrotado nada menos que a Napoleón.
El ojo del director, en un plano secuencia de una hora y media de duración, muestra mientras dialoga, describe mientras ironiza, relata mientras revela, el modo de vida, las costumbres imperiales, y las miserias de una dinastía que a pesar de su lustre y brillantez, no dejó nunca de ser aristocrática, abandonada y miserable en todos los órdenes de la vida.
¿Por qué es importante situar geográficamente la Rusia Imperial de los Romanovs? y ¿Por qué es importante la mirada del realizador? Antes de hablar sobre ese monumental país, sobre esa región ubicada tan estratégicamente entre Asia y Europa, quizá debamos aclarar que otros directores utilizaron en forma magistral el arte de espiar, de mirar o de poner el ojo sobre la realidad, sobre las cosas, sobre los objetos, los hombres y más allá los paisajes y el entorno para señalar, describir, situarnos o contarnos algún hecho o acontecimiento interesante. No podemos dejar de recordar aquel cuento de Kurosawa (“Los sueños de Akira Kurosawa”), cuando el pintor se sienta frente a la pintura de Van Gogh, la observa detenidamente, y luego penetra en ese paisaje y lo recorre tratando de describir no sólo el escenario y sus colores, sino los hombres, sus actividades y su entorno. O bien a Hitchcock (“La ventana indiscreta”) cuando a través de la mirada del protagonista (un fotógrafo) y su curiosidad -que no es más que espiar al prójimo-, casi compulsiva, se interna en un crimen y en los hábitos y costumbres de los vecinos. Podemos quizá citar muchos otros ejemplos donde lente y ojo (máquina y hombre) se funden con el objeto de mostrar el mundo, un mundo, para decirnos algo acerca de su naturaleza y especificidad. El cine documental, nos brinda información visual, mucha y destacada información por medio de la imagen, pero por sobre todo nos ilustra sobre la verdadera dimensión del hombre frente a su mundo y a la vida, quizá su mayor y único objetivo.
Podemos, por supuesto, tener otra visión de esa realidad distinta a la del autor. Podemos disentir sobre la interpretación que nos da de esas imágenes o de esa realidad, pero la esencia no la podemos discutir cuando pone frente a la cámara lo más significativo y los detalles más sobresalientes para indicarnos su punto de vista. En este film, además, instala un personaje, diría tremendamente ficticio e irreal, que nos guía como espiando, como tratando de señalarnos lo íntimo y oculto de ese bullicioso y trivial imperio zarista. No sólo mira subrepticiamente, también escucha y oye los sonidos que se destacaban o eran habituales entre esos pasillos. Y así, crea, nos dice, que ese mundo se desenvolvía entre esas paredes, monumentales y grandiosas, y no existía nada más allá, sólo eso, la realidad concentrada y resumida en lo arquitectónico y lo ornamental del palacio.
Pero la Rusia que trata de mostrarnos Sokurov es más que eso, mucho más. La situación de ese país, desde una mirada geopolítica, era y en parte sigue siéndolo, la de un país con indiscutidas raíces asiáticas, pero con la mirada puesta en la Europa cómoda y poderosa de finales del siglo XVIII. El siguiente mapa nos va a ayudar a situarnos en su aspecto geográfico:
Mapa imperio ruso
Por supuesto, no vamos a describir esta proyección cartográfica, sólo tiene la misión de ilustrar o más bien describir cómo era el mapa de la Eurasia y la ubicación de la Rusia imperial, no sólo hacer ver qué país manejaban los zares, tanto en relación con Europa como con Asia.
Alexander Sokurov hace su viaje por el esplendoroso palacio y nos deslumbra. Pero no menciona mucho otros aspectos diría tan importantes como semejante arquitectura, esculturas y pinturas del período. Y como no podría existir el cine sin la literatura, en especial la narrativa de los siglos XVIII y XIX, no podemos dejar de mencionar los grandes escritores como Aleksandr Pushkin, Lev Tolstói, Fiódor Dostoyevski, Nikolái Leskov, Iván Turgénev, Mijaíl Saltykov-Shchedrín, Iván Goncharov, Dmitri Mamin-Sibiriak, Vladímir Korolenko, Antón Chéjov, Nikolái Gógol, etc., quienes son incuestionablemente producto de ese país de Pedro I. Una literatura extraordinaria por su originalidad, su estética innovadora y sus profundos pensamientos y contenidos. León Tolstoi (Lev Tolstói), quizá haya sido uno de los narradores que más que describió, encarnó la nacionalidad rusa. Sus grandes obras (Guerra y Paz, Anna Karénina, Resurrección, etc.), épicas por su grandiosidad y amplitud, por su profundidad y penetración en la forma narrativa, elaboración de personajes y compromiso con la realidad, son las más representativas para comprender tanto la historia de la narrativa universal como el desarrollo político-social y cultural de la nación rusa. Lo mismo si tomamos a Fiódor Mijáilovich Dostoyevski (Crimen y castigo, Los hermanos Karamázov, etc.) o los creadores del teatro ruso como Pushkin o Chéjov.
En fin, habría mucho más, pero lo interesante de todo este pequeño recorrido, es entender que con esta obra Sokurov abre o nos abre una puerta de indudable valor cinematográfico, pero a su vez, nos detiene y nos alerta acerca de toda una cultura que tuvo y tiene un alcance universal que pasó por la iconografía, la poesía, la narrativa, el teatro y sin duda el cine.
Héctor Correa
Punta Alta, mayo de 2009
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