martes, 16 de abril de 2024

TRILOGÍA ROSALEÑA

Trilogía rosaleña

Los tres cuentos que componen la trilogía rosaleña representan un clima, un ambiente, y un período tenso y confuso de la vida en esta pequeña ciudad del sudoeste bonaerense. Sus habitantes y ambientes son, en la ficción, como se describen, materia de relatos, de fantasías y estados de ánimo que pudieron haber prevalecido en algún momento. El autor imagina las situaciones y los protagonistas y luego los vuelca sobre el "papel", por así decirlo.
Lo único que pretende es que tengan valor literario, que despierten cierta consciencia, y se transformen en objeto de crítica. Por último, se incorporan a este blog, teóricamente sobre cine, dada una pretenciosa actitud abarcativa, enriquecedora e ilustrativa. Nada más.
Héctor Correa
Abril de 2024





UN DÍA, UN FINAL

Una trágica consecuencia


Apoyó con calma y lentitud su cabeza sobre la almohada. Sus ojos derramaron unas tenues y casi opacas lágrimas. Eran órganos sin brillo ya, no reflejaban nada, ni podían detenerse en un punto fijo. Su cabello había sido, en otras épocas, su orgullo. Negro azabache le decían; encandilaba, más por su abundancia que por su tonalidad salvaje e incontrolable. Hoy, apenas, una mota de un débil fulgor, se vislumbraba entre islas rosadas de piel y manchas dispersas. Su madre, que ahora lo miraba tensa y temerosa, nunca dejó de alabarle la perfecta forma de su cráneo, su recta nariz y su redondo mentón apenas sobresaliente, con pómulos aterciopelados y apenas tocados por una discreta y poca abundante barba. Volvió su rostro hacia su amigo y clavó su vista en aquellos ojos que alguna vez había admirado. Ahora lo miraba de otra manera. Habían andado caminos juntos, muchos caminos. Sentía que lo observaba, que lo indagaba, que le preguntaba sobre cosas que alguna vez se habían interrogado. Y en este momento, esa perspectiva lo vaciaba, lo diluía en gratos recuerdos. Giró de nuevo su cabeza y apenas pudo vislumbrar un tenue rayo de un sol ¿atardecer, amanecer? que se inmiscuía imperceptible a través de la ventana, una ventana blanca, vidriosa, tornasolada por múltiples reflejos de soles pasados, que no volvería a ver. Sus labios se entreabrieron, quisieron decir algo, no pudo. La anciana, ladeó el rostro, se acercó aún más, y una lágrima se mezcló con la otra lágrima del hijo. Ambos rozaron sus párpados, y sus pensamientos junto con ellos; así reemplazaron las palabras por los gestos, de veinte años atrás; las caricias del nuevo mundo, o del viejo ya, en este instante. Lo había traído, pensó ella, y ese silencioso mensaje golpeó el cansino rostro, y el agotado músculo de la raída figura, acostada, esperando.

Uniformes gotas de una fría transpiración recorrían su frente. De vez en cuando una temblorosa mano rozaba con un paño y secaba lo que apenas alcanzaba a secar. Un estremecimiento repentino alertaba a los presentes, y secas y espantadas miradas se cruzaban sobre el lecho enfermizo, como alertas sombras vigilantes a la espera de un alocado milagro. El negro pájaro del poema acechaba, y silencioso dejaba hacer al tiempo, a la vana esperanza y al vacío. 

La dura calma temblaba sobre la comisura de sus labios ya cansados. Ecos de un profundo alarido de inconciencias pasadas iban dejado huellas que el claro día no dejaba evadir. La madre y el amigo inconstante, presenciaban, y caminaban a su alrededor como fantasmales guardianes. Apenas oían las puertas del establecimiento que se cerraban o se abrían al compás de tenebrosos latidos y sibilantes susurros inconclusos.

Por momentos, una pétrea calma, trituraba el silencio hospitalario, y el espacio que le había sido adjudicado tensaba aún más los pensamientos de los únicos seres queridos que lo rodeaban. Era así, pensó. ¿Y por qué? También pensó. Todo había sido un error, la noche aquella, el querer ignorar, el dejar hacer, y la insospechada consecuencia. Todo se había complotado, había conspirado para que ahora él tuviera que estar ahí. La claridad se iba perdiendo, se iba esfumando, junto con todos ellos. El sol ya no entibiaba, el rayo no se vislumbraba, ni las sombras eran sombras reales, alargadas, y fantasmales. Sus ojos se movían cada vez con más lentitud, la madre se inclinaba cada vez más, y su amigo se notaba tan cansado como él.

La cama chirriaba cada vez que se movía, y las amarillentas sábanas caían adormecidas a los costados, entretanto varios cables se entrecruzaban suministrándole el poco aliento que se iba diluyendo con el transcurrir de los minutos o las horas.

De vez en cuando algún personaje abría la puerta y la cerraba rápidamente. Adivinaban, sospechaban con certeza, la oscurecida espera, la incapaz espera, la falsa espera, o la equivocada espera, según él. El último rayo de sol incendiaba vano un costado de su almohada. Todo era último, siguió pensando. Extrañaba la presencia de su hasta ayer novia. ¿Dónde estaba? se dijo. Era joven, vital, y un brillante cabello le caía rodeándola, como una luz etérea. La había perdido, se le cruzó como una dolorosa flecha insensata.

-Te acomodo un poco más- esbozó su madre. La miró, qué lindo nombre tenés, Ivana, murmuró. Tendió débilmente su mano para tocarla y la dejó caer inconclusa. Inconclusa mi vida, imaginó, y su memoria trajo imágenes lejanas de pequeños corriendo, empujándose y riendo. Su calma y despreocupada adolescencia emergió, como emerge el somnoliento día, dejando atrás la apática estrella o la indiferente luna. Fui feliz en esos tiempos, quizá vuelvan algún día, sus labios mascullaban, a la vez que buscaba la descreída mirada del amigo.

Fijó por un momento su ojo sobre el amarillento círculo del mortecino haz que pretendía hender la blanca pared frente a su cama, ¿qué le recordaba? 

La idea había sido clara para ella, clara y persistente. Había surgido de la fatídica tarde, en el consultorio de aquel médico amigo de la familia, cuando les mencionó la infame palabra o la infausta sigla, con la certidumbre del insoslayable porte, ojos de fuego, boca pérfida, manos perniciosas, y palabra exterminadora. Ella, se tambaleó, recordaba, se apoyó angustiada sobre su hombro y su mano apretó la de él. No importa, dijo, igual nos casaremos. Ahora, estas palabras resonaban abismales, atemporales e insondables. Una sombra, inasible, se iba irguiendo, se esparcía en ese mortal ámbito inconsciente y tornaba aún más incomprensible la actitud que embargaba semejante decisión. Pero, era así como sentía el extraño mensaje de la cercana muerte. Algo la impulsó, pensó. Mientras, su amigo seguía su brazo y le acomodaba la cabeza una vez más.

La claridad del día se iba apagando, como se apaga la débil llama del candelero y se esfuman los fantasmales hilos amarillos sobre un horizonte que ahora no podía ver, ni apenas imaginar.

Desde aquel día muchos días más fueron transcurriendo hasta este día. La madre, su madre, seguía con su clara mirada todos los movimientos de su cuerpo, aún los más imperceptibles. Afuera, algo que ya no podía ver, vigilaba, no era ya ella intuía. No sabía nada, no había tenido noticias suyas desde ya hacía varios meses. La esperaba, aunque algo le decía que ya no podía esperar más. Volvió a su mente, afiebrada, el perfumado aroma de su piel, y lo hizo retornar a momentos alegres, displicentes e indolentes. Ya no recordaba dónde la había conocido, su memoria se iba perdiendo en densos laberintos de instintivos recuerdos superficiales, ya inconsistentes. Sólo la sombra, seguía impertinente y obsecuente su presencia, como una compañía necesaria e indeseable a la vez. Volvió a mirar a su madre, y su grandiosa imagen abarcó toda su existencia, o lo que quedaba de ella.

Madre y amigo cruzaron sus miradas, llenas de una complicidad punzante.

Él oyó, o creyó oír, ya en la penumbra del día que se iba, voces femeninas y voces pequeñas, agudas, sibilantes, murmurantes, silenciosas, y lo confundían. El último rayo de sol luchaba a brazo partido por no irse. Lo notaba en las alargadas sombras, y en la somnolencia que lo invadía.

Cerró la puerta detrás de sí, y sintió que una punzante daga, llena de odio, rencor y maldad atravesaba dolorosamente su cuerpo, cansado, golpeado y desgastado, sin saberlo. Su madre le había dado la noticia del hijo que recién su novia había alumbrado.

Héctor Correa

Punta Alta, 28 de noviembre de 2005


LA ENTREVISTA

Una historia paleontológica


A Luis


Apoyó sobre la pequeña mesa el grabador. Un reflejo plateado iluminaba una libreta de apuntes que no pensaba utilizar. A través del amplio ventanal, por donde se filtraba ese rayo, el oleaje emitía un suave sonido de viejos y antiquísimos arrullos. Miraba detenidamente cómo el sol iba manchando de rojizo oro la arena. Hacía frío afuera, algunos veraneantes caminaban evitando mojar sus pies, y sus rostros iban coloreándose de viejos ocres milenarios. Del otro lado, antiguos tamariscos lanzaban retorcidos brazos como decadentes y desgastadas brujas ya marchitas, ya moribundas, castigadas por el paso del tiempo.

Miraba a su interlocutora y veía rasgos que más que rasgos eran señales de ancestrales imágenes de seres que habían merodeado el lugar, dejando indelebles muestras y signos oscuros, perdidos, ocultos debajo de torrentosos lechos y arenas deslucidas. Algunas flemáticas gaviotas planeaban sobre las olas que impávidas se arrastraban dejando surcos temporales que pronto se desvanecían rápidamente en el océano lejano, infinito. De vez en cuando algún gaviotín se mezclaba solitario, revoloteaba y desaparecía como un rayo frente a la ventana. El sol se tornaba cada vez más indiferente en la solitaria tarde pehuense.

Mientras hablaba de aquellos seres antiguos, sus manos se tocaban e invocaban lejanas tierras y parientes más lejanos aún. Un filoso sonido de la brisa marina se filtraba por alguna rendija y ambientaba el relato con quejumbrosos ecos ya perimidos. Su voz resonaba en la pequeña habitación, describía ansiosa las especies y las inquietas mandíbulas, las poderosas garras, y las filosas pezuñas. El médano, decía, había tocado lo más remoto del suelo que rodeaba la casa, y milenarias aves habían surcado, agudas, el cielo azul y la árida luna.

Sus ojos, reflejaban un abismal surco por donde habían transcurrido quién sabe qué ignotos entes, de extrañas formas, inmensas extremidades e insaciables mandíbulas. El reflejo se hacía cada vez más intenso a medida que el relato avanzaba por lugares de insondables senderos y antiquísimas pisadas. Su rostro, veía el periodista, iba inclinándose cada vez más y se acercaba a la oscura mesa, y sus pies se movían debajo inquietos, a veces rasguñando el piso, y trenzaba sus manos, manos añosas, pero a la vez tersas y dolientes.

El sol proyectaba pequeñas sombras que amarillas, brillantes hilachas rompían y penetraban; y pequeñas sombras animadas se movían rápidamente sobre las paredes, como seres curiosos e inquietos ante la presencia del entrevistador. Sólo ella pensaba indiferente, ante esa vertiginosa danza, cada pregunta, y su relato iluminaba su rostro, sus ojos y sus labios que poco a poco emitían sonidos no invocados. 

-Mira por la ventana-, le pidió, -observa esos surcos al costado del aislado y solitario eucalipto, salgamos afuera-. Y caminaron hacia el árbol acercándose un poco más a la playa, donde el ondulante océano, ahora doblegado en múltiples ondas, iba y venía temeroso. Un súbito reflejo tornasolado surcó sobre lo insondable y le hizo trastabillar. Sólo atinó a proteger el grabador. Todo sucedió con mucha rapidez, pensó, había presenciado un suceso nada común. Un hálito indescriptible iba dominando esa conversación con aquella mujer. La bruma del atardecer le iba quitando ese mágico brillo a sus ojos a medida que le contaba y describía innumerables sentidos ya desaparecidos, y su voz perdía el cristalino encanto con el que había iniciado su prehistórico relato. La brumal aura iba desfigurando su silueta, y sus pasos se tornaban cada vez más etéreos sobre la fría arena. A medida que se internaban y las inmensas garras se descubrían, más sensación percibía él de moles que cobraban vida, y gritos toscos, brutos y desgarradores se mezclaban con el sordo rumor del océano. Ella, segura, avanzaba señalándole extrañas marcas, desgastadas y a veces imperceptibles, mientras que nuestros pies se impregnaban de la salitrosa vertiente añosa y zigzagueante.

Sinuoso, el camino iba tornándose cada vez más pesado, y sobre el fondo, la arena parda, acompañaba el atemporal ir y venir del perenne oleaje. Caracoles, pequeñas piedras, restos de animalejos marinos y angostos canales configuraban un lecho atávico, heredero de un sinfín de movimientos costeros, de rondas salvajes y hambrunas insensatas. Así se deslizaba ella y yo la seguía, ignorante, sin conocer que gráciles sombras fluían por la rastreada senda.

Sobre el horizonte una oscura bandada cruzaba la rojiza cinta que se extendía de este a oeste. El sol luchaba por desvanecerse y desaparecer para el hombre. Así también había sido miles de años atrás. Una leve sensación de infinitud cruzó por mi mente al verla a ella moviéndose, ligera, incorpórea, por sobre el oleaje. Su figura se esfumaba, sus contornos se diluían, sus pasos ya no rompían las tranquilas aguas, y sus cabellos ya no ondulaban por la fresca brisa del sur. Noté que sus pisadas iban coincidiendo con la rastrillada, la dirección era la misma, un lejano resplandor la guiaba hacia el salitroso espacio de un ancestral destierro, y se perdía transparentándose en el grisáceo bramar de olas cada vez más grandes. Ya no podía seguirla, me retrasaba, mis pies se tornaban cada vez más cargados y mis ojos se iban cubriendo de un velo nebuloso, vago y borroso. 

Después, no sé que pasó después. Me encontraron arrastrándome por la orilla como buscando cosas perdidas hace millones de años. Ella no volvió, se confundió con el imperecedero horizonte, con sus huellas, sus sempiternos animales y el anhelado hombre desaparecido.

Héctor Correa

Punta Alta, 15 de diciembre de 2005


ABSA


Giré el picaporte y escuché un herrumbroso ruido. Apenas se movía, lo que me obligó a empujar con más fuerza hasta que la puerta se abrió y pude sacar una mano y luego la cabeza. Lo que vi no me extrañó puesto que había escuchado con anterioridad sonidos de trabajos, golpeteos y gritos de trabajadores. Era media mañana y el sol iluminaba la vereda sucia y polvorienta. 


Los árboles eran silenciosos espectadores de la gente que se movía yendo de un lado a otro con palas, martillos, picos, taladros gigantes, máquinas excavadoras, sobre la vereda y la acera. Todos miraban hacia abajo, mis ojos los observaban y seguían sus tareas, sentía que a pesar de esos movimientos frenéticos estaba solo, no percibían mi presencia.


Escrudiñaba a la izquierda y un polvo amarillento no permitía ver más allá de unos pocos metros, lo mismo hacia la derecha. Sólo veía el reflejo de unos cascos y unos rostros irreconocibles rompiendo el piso, las baldosas y el asfalto. Era ABSA. La luz solar, como dije, tenía tonos también naranja, azulinos y verdosos. Como no había viento, flotaba la nube polvorienta en donde el rayo lumínico atenuado rebotaba una y mil veces.


Intenté caminar por dentro de este torbellino de operarios y empleados entre la poca visibilidad y los escombros desparramados sobre la vereda y la calle. No tenía un destino claro, en realidad no me percataba qué sucedía o qué iba a suceder. Pasaban delante de mí, me esquivaban, se detenían como buscando algo y continuaban sin un rumbo determinado, en realidad era caótico el ambiente y a lo lejos no se veía mucho, sólo una nube de polvo flotando y dominando el horizonte.


A lo lejos, muy a lo lejos, unos automóviles están estacionados de frente y cubiertos de ese polvo. Uno de ellos parecía el Vento, luego distinguí a medida que me acercaba su color azul, y determiné que era el mío. Me acerqué más pero un sonido extraño me detuvo, venía de atrás. Es ruido de cascada me dije, y era cierto, una enorme masa de agua bajaba de la escalera, se deslizaba como una corriente desenfrenada y terminaba esparciéndose por la vereda y el asfalto.  Una sensación horrible me apretó el pecho, no entendía cómo se producía semejante cataclismo. Miré hacia arriba y el fuerte chorro de agua se desprendía del tanque de agua de mi casa. Caía y provocaba la cascada. 


El agua corría por la acera, chocaba con árboles enormes caídos y mi auto. Miré hacia adelante, los obreros se habían detenido y me miraban azorados, veían mi estado de pánico y consternación. Les grité que necesitaba ayuda, que todo se estaba inundando, les señalaba el agua que salía a borbotones y no se detenía. Pedía por uno de ellos, con gestos desesperados con mis brazos y manos, señalando lo incomprensible. Tenía el Vento azul enfrente para el traslado de la gente y las herramientas. Teníamos que llegar sí o sí y detener semejante desastre.


Subimos al auto y lo hice andar no sé hacia dónde. Veía una calle delante y la tomé, luego se transformó en una carretera y comenzamos a subir una pendiente sin asfaltar y a los costados comenzó a elevarse una pared rocosa transformando la ruta en un camino montañoso con un abismo a un lado que la convertía en difícil y peligrosa. No terminaba, no tenía fin, solo el polvo multicolor en el horizonte. Estábamos ascendiendo una colina escabrosa, luego otro trecho la descendíamos, era sinuosa, interminable y cada vez más intransitable. Pensaba aterrorizado en el escape de agua, en el río infernal que se estaría formándose en el interior y en los alrededores de mi casa. Esa sensación terrorífica iba acentuándose cada vez más. De tanto en tanto alguna extraña sombra se cruzaba por ese camino que no daba señales de tener fin. Pozos y canales se formaban delante lo que me obligaba a esquivar en forma continua. Mis acompañantes no hablaban y sus rostros permanecían indiferentes lo que aún acentuaba mi desconcierto. Los árboles, grandes árboles, reposaban abatidos y paralizados, eran grandes espectadores, como petrificados sobresalían de la ladera chorreante. Me observaban cómo subía las cuestas y sorteaba las piedras y canales…Un instante fue el estruendo del auto en la fosa, mi cuerpo se dobló primero hacia delante y luego hacia atrás mientras golpeaba mi cara sobre el volante, el resto de los ocupantes no profirió ningún sonido, y quedaron estupefactos mirando hacia arriba, el cielo, con un azul atenuado por una bruma que reposaba sobre el camino como queriendo apoderarse del auto. El techo había saltado, se había desprendido. Me paré sobre el asiento y saqué dolorido mi cabeza escrudiñando la soledad y la irracional postura que habíamos tomado luego del salto.


Un pesado y catastrófico silencio cayó de la ladera. Tardamos en rato en despabilarnos y tomar conciencia de lo que había acontecido. Repentinamente volví a ver mi casa y la escalera tapada por el agua que corría a raudales. Volví a asomarme por techo abierto y lo vi caído, doblado sobre el borde del camino. Salí, lo tomé y entré en un pánico confuso. Debía colocarlo de nuevo para poder continuar el viaje. Busqué herramientas y le pedí a mis compañeros que me ayudaran. Seguían mirándome con ojos perdidos. Entonces, les pedí que me buscaran los tornillos y las tuercas. Encontramos algunos y comenzamos a trabajar. Nos faltaban herramientas adecuadas, con las manos apenas podíamos apretar y todo se tambaleaba y volvía a desprenderse. El agotamiento comenzaba a vislumbrarse, la desesperación iba haciendo su trabajo. Un ambiente opresivo, una brisa tenue y fría anunciaba algo, no sabíamos qué todavía. El lodo se deslizaba a nuestro lado y los hombres giraban sobre sí mismos, desorientados. En algún momento deberíamos volver se me ocurría.


El poder del polvillo no alcanzaba a despejar la continuidad del camino. Era casi imposible encajar el techo del Vento. Los hombres que me acompañaban no hablaban, pero sí intentaban encontrar los restos y me miraban, cuando lo hacían, azorados, como buscando orientación. No había posibilidad de continuar el viaje, no sabía si la senda no guardaba otro peligro, más fosos y canales. Flotaba una insoportable sensación de zozobra y se sentía la representación de los inexplicable en el horizonte desconocido. Todo el ambiente nos decía, así y todo, que había que seguir. ¿Cómo conseguir esa ayuda que nos obligó a emprender semejante trayecto? Pero delante había algo que todavía nos pedía un último esfuerzo. ¿Qué era? No sabíamos. El motor aún funcionaba y el techo estaba en su lugar, en forma precaria, pero estaba y nos cubría. Subimos y arrancamos. Un fondo oscuro interminable y vacío se abrió delante, creo haberlo vislumbrado repentinamente.


Recordé lo que había visto cuando asomé mi cabeza, los obreros y operarios rompiendo la vereda y la calle, los escombros y el polvillo formando una nube densa, espesa y tenebrosa. Nada más.


Héctor Correa

Punta Alta, 1 de abril de 2024














 

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