EL ABUELO TUCUMANO
(Fe y Esperanza)
A mi madre
“Mi abuelo nació en Tucumán…” Así comenzó uno de mis hijos un trabajo para el último año de la escuela primaria en nuestra ciudad natal. Nunca voy a olvidar ese trabajo, a mis hijos revoloteando a su alrededor, ni a mi padre.
Yo vivo en una ciudad pegada al mar, luego, si uno pudiera subirse a un cerro muy alto vería campo, mucho campo, puro campo, cortado a unos cien kilómetros por un muy bello cordón serrano; pero lo fundamental es la pradera. Lo que nos marcó, a mí, mi familia, y a mis padres.
Su rostro era el de un tucumano. Sus ojos marrones, su negro pelo azabache, su andar pausado, sus suaves ademanes y sus gestos más característicos eran, sin duda, el de un provinciano sin más ni más.
Murió a los noventa y tres años. Si uno tuviera que contar su vida no sabría cómo empezar. Cuándo nació, si el miserable transcurrir de su niñez, si la sacrificada e indiferente adolescencia, su incipiente adultez o cuándo logró formar por fin, verdaderamente, su familia. Es difícil, desde esta perspectiva elegir un punto de vista justo, íntegro y humano. Así era mi padre, justo, íntegro y humano.
Los surcos de su piel, su cetrino rostro, no demostraron nunca los sufrimientos ni las angustias de su vida. El suave deslizamiento de una nube sobre un cielo calmo se podría comparar con el apaciguado transcurrir de su existencia, al menos mientras estuvo a nuestro lado, o sea mientras su vital savia movió sus apacibles músculos y su sencilla mente.
Así de sencillo fue mi padre. Tan sencillo que jamás lo vi sentado escribir un papel, o leer, con la actitud del ilustrado, un libro de alguna importancia. Sin embargo, transmitió sapiencia. Si algún rasgo sobresaliente puedo comunicar, describir, para sus nietos, fue la no-sabiduría, porque no fue un abuelo sabio o un sabio abuelo. Sin embargo, supo vencer el dolor, o el infortunio, a los avatares o a los cambios malos, como un verdadero sabio. Sólo aplicando una fórmula muy sencilla que pocos usan: con fe y esperanza, además, ése fue su mejor dicho ante los otros y la adversidad.
Creo que la tierra era su mejor lugar para vivir. Llevaba la tierra en sus entrañas, así como el mar lo lanzó al mundo y lo formó para ese mundo. Porque el mar fue su segunda tierra, así como suena, contradictorio, absurdo e imaginario.
Dije que no fue un sabio. Quienes lo conocieron, como lo conocí yo, no lo recuerdan por haber emitido sabias palabras en su larga permanencia en este mundo. Lo recuerdan por su vital instrucción llena de imágenes y recuerdos ancestrales, de su terruño, y de su particular contacto con el océano.
Cuando se paraba frente a las olas, en aquellas playas angostas y pobretonas, su cabeza adquiría la postura de un animal en acecho, y sus ojos, cristalinos, recorrían toda la verde azulina línea del infinito horizonte oceánico. Porque, estoy seguro, veía más allá de lo que un hombre común puede ver, y olfateaba el salitroso aire con sus poros bien abiertos, así era su contacto con el mar.
Su humildad no lo llevó más allá de aquellas estrechas playas, no de transparentes verdes ni de diáfanos azules, sólo de grises teñidas y restos de vegetales marinos. Sólo le interesaba avistar el pájaro, el repentino salto de algún pez, o la tenue reverberación salina de las calmas aguas costeras. Tal era su sagaz mirada, tucumana y libre.
Sus nietos, sus hijos (mi hermano y yo), bebieron sus simples y tímidas enseñanzas, no de grandilocuentes palabras o librescas recomendaciones, más bien de sus elementales señales de generosa y desinteresada dedicación. Por eso no fue un sabio. A mí me enseñó, al menos, de sólo verlo, que la sabiduría consistía en la trascendente comunicación del silencio, la paz, la fe y la esperanza. Nunca dejé de recordar esta experiencia.
Tenía una especial relación con el sol, así como las pequeñas y puntillosas siluetas del insecto, en el verano sureño, terminan absorbidas por la amarillenta luminiscencia de los fantasmales faroles, en aquellas noches, él en las tardes, atraía el rayo del supremo astro, lo atraía y lo diluía con su particular piel, hecha para la resistencia a fuerza de trabajo y meditación. Nunca supo explicarnos tanta resistencia.
Hablaba, si, de su pueblo natal. Contaba historias, pequeñas, que mezclaba con su periplo norteño, donde diversos pueblos y regiones cobraban un protagonismo que ningún ser humano, que nosotros supiéramos, supo reemplazar. Apenas conocimos a su familia, a nuestra familia tucumana. Pero, algo quedaba, flotando, después de sus relatos, quedaba una sensación de simpleza, de esencialidad y formas de vida originarias que ningún antropólogo hubiese podido imaginar. Y esa era la razón de su no-sabiduría. Lo elemental absorbía cualquier forma de racionalidad, se fundía con los bosques y las selvas, los valles, los cerros, los ríos cantores y cristalinos, y la condición salvaje de la vida en las entrañas de lo vernáculo, autóctono y territorial. ¿Cómo explicarnos, a nosotros, desde la pampa, semejantes vivencias? El mar nos invadía en ese momento, y él se mezcló, se asimiló y adoptó para sí y su familia la salubridad, el murmullo del oleaje, la furia de la sudestada y el aroma de un indomable océano.
No nos explicó la vida. Para él todo transcurría indefectiblemente. Y el fenómeno era que yo observaba sus movimientos, su andar cansino, su trato generoso y solidario, su consideración hacia los demás, y su eterna bondad. Todo eso yo no lo escuché de sus labios finos, duros y expresivos, pero lo vi trajinar innumerables veces, y afrontar con sus únicos recursos tucumanos lo adverso de la vida cotidiana.
Sus manos, cabe una mención especial para sus manos. Fueron perdiendo lentamente esa habilidad tan particular que tenía para asir el martillo, la pala, la escoba o el cuchillo en la mesa. Pero por sobre todo lamentó no poder encarnar el anzuelo. Eso nos conmovió a todos. Quizá las únicas enseñanzas que impartió, cuando pudo, fueron acerca de la forma de encarnar bien y lanzar la caña de pescar. Jamás lo escuché incursionar otros temas que no sea la pesca. Me refiero con énfasis y entusiasmo.
La razón de la existencia de mi madre fue estar junto a él. Tuvo hijos y enfrentó enfermedades en esa inquebrantable condición. También falleció a su lado. Sería extenso explicar el significado de su presencia en su vida, por lo que reservaré esa historia para otra ocasión
Tuvo algunos amigos, sí, pero no les dio mucha importancia. La amistad, entendida como el culto incondicional a ciertas personas no estaba en su humano horizonte. Lo querían, muchos lo querían, pero él podía prescindir de esa carga afectiva, y quizá nadie se dio cuenta de ello. Yo trataba de entenderlo, y era muy difícil para mí penetrar ese sistema de relaciones tan especiales. Los compromisos no eran compromisos, eran actos de generosidad, de amor o de indiferencia, nada más.
Transmitía conocimientos, muchos aprendieron por ejemplo carpintería porque él tuvo la paciencia o la facultad del maestro para lograr que ese cúmulo de experiencias no cayera en saco roto, y lo lograba. Jamás dio una clase de nada, sus palabras tenían la propiedad de ser aprehendidas, asimiladas o acogidas como el saber supremo en esa materia.
Así vivió, impartiendo intuiciones, formas de vida, actitudes vitales, modos de comportamiento, de ver y comprender, de actuar frente a ciertas situaciones, de amar, de relacionarse con los demás, de sentir, y de reaccionar.
Así murió, querido, amado, recordado por su amor al prójimo, por haber transmitido fe y esperanza a raudales, pero, por sobre todo ¿por qué?, porque fue un sabio.
Héctor Correa
Punta Alta, 13 de diciembre de 2005