domingo, 16 de junio de 2024

 




EL ABUELO TUCUMANO

(Fe y Esperanza)

A mi madre


“Mi abuelo nació en Tucumán…” Así comenzó uno de mis hijos un trabajo para el último año de la escuela primaria en nuestra ciudad natal. Nunca voy a olvidar ese trabajo, a mis hijos revoloteando a su alrededor, ni a mi padre.

Yo vivo en una ciudad pegada al mar, luego, si uno pudiera subirse a un cerro muy alto vería campo, mucho campo, puro campo, cortado a unos cien kilómetros por un muy bello cordón serrano; pero lo fundamental es la pradera. Lo que nos marcó, a mí, mi familia, y a mis padres.

Su rostro era el de un tucumano. Sus ojos marrones, su negro pelo azabache, su andar pausado, sus suaves ademanes y sus gestos más característicos eran, sin duda, el de un provinciano sin más ni más.

Murió a los noventa y tres años. Si uno tuviera que contar su vida no sabría cómo empezar. Cuándo nació, si el miserable transcurrir de su niñez, si la sacrificada e indiferente adolescencia, su incipiente adultez o cuándo logró formar por fin, verdaderamente, su familia. Es difícil, desde esta perspectiva elegir un punto de vista justo, íntegro y humano. Así era mi padre, justo, íntegro y humano.

Los surcos de su piel, su cetrino rostro, no demostraron nunca los sufrimientos ni las angustias de su vida. El suave deslizamiento de una nube sobre un cielo calmo se podría comparar con el apaciguado transcurrir de su existencia, al menos mientras estuvo a nuestro lado, o sea mientras su vital savia movió sus apacibles músculos y su sencilla mente.

Así de sencillo fue mi padre. Tan sencillo que jamás lo vi sentado escribir un papel, o leer, con la actitud del ilustrado, un libro de alguna importancia. Sin embargo, transmitió sapiencia. Si algún rasgo sobresaliente puedo comunicar, describir, para sus nietos, fue la no-sabiduría, porque no fue un abuelo sabio o un sabio abuelo. Sin embargo, supo vencer el dolor, o el infortunio, a los avatares o a los cambios malos, como un verdadero sabio. Sólo aplicando una fórmula muy sencilla que pocos usan: con fe y esperanza, además, ése fue su mejor dicho ante los otros y la adversidad.

Creo que la tierra era su mejor lugar para vivir. Llevaba la tierra en sus entrañas, así como el mar lo lanzó al mundo y lo formó para ese mundo. Porque el mar fue su segunda tierra, así como suena, contradictorio, absurdo e imaginario.

Dije que no fue un sabio. Quienes lo conocieron, como lo conocí yo, no lo recuerdan por haber emitido sabias palabras en su larga permanencia en este mundo. Lo recuerdan por su vital instrucción llena de imágenes y recuerdos ancestrales, de su terruño, y de su particular contacto con el océano.

Cuando se paraba frente a las olas, en aquellas playas angostas y pobretonas, su cabeza adquiría la postura de un animal en acecho, y sus ojos, cristalinos, recorrían toda la verde azulina línea del infinito horizonte oceánico. Porque, estoy seguro, veía más allá de lo que un hombre común puede ver, y olfateaba el salitroso aire con sus poros bien abiertos, así era su contacto con el mar. 

Su humildad no lo llevó más allá de aquellas estrechas playas, no de transparentes verdes ni de diáfanos azules, sólo de grises teñidas y restos de vegetales marinos. Sólo le interesaba avistar el pájaro, el repentino salto de algún pez, o la tenue reverberación salina de las calmas aguas costeras. Tal era su sagaz mirada, tucumana y libre.

Sus nietos, sus hijos (mi hermano y yo), bebieron sus simples y tímidas enseñanzas, no de grandilocuentes palabras o librescas recomendaciones, más bien de sus elementales señales de generosa y desinteresada dedicación. Por eso no fue un sabio. A mí me enseñó, al menos, de sólo verlo, que la sabiduría consistía en la trascendente comunicación del silencio, la paz, la fe y la esperanza. Nunca dejé de recordar esta experiencia.

Tenía una especial relación con el sol, así como las pequeñas y puntillosas siluetas del insecto, en el verano sureño, terminan absorbidas por la amarillenta luminiscencia de los fantasmales faroles, en aquellas noches, él en las tardes, atraía el rayo del supremo astro, lo atraía y lo diluía con su particular piel, hecha para la resistencia a fuerza de trabajo y meditación. Nunca supo explicarnos tanta resistencia.

Hablaba, si, de su pueblo natal. Contaba historias, pequeñas, que mezclaba con su periplo norteño, donde diversos pueblos y regiones cobraban un protagonismo que ningún ser humano, que nosotros supiéramos, supo reemplazar. Apenas conocimos a su familia, a nuestra familia tucumana. Pero, algo quedaba, flotando, después de sus relatos, quedaba una sensación de simpleza, de esencialidad y formas de vida originarias que ningún antropólogo hubiese podido imaginar. Y esa era la razón de su no-sabiduría. Lo elemental absorbía cualquier forma de racionalidad, se fundía con los bosques y las selvas, los valles, los cerros, los ríos cantores y cristalinos, y la condición salvaje de la vida en las entrañas de lo vernáculo, autóctono y territorial. ¿Cómo explicarnos, a nosotros, desde la pampa, semejantes vivencias? El mar nos invadía en ese momento, y él se mezcló, se asimiló y adoptó para sí y su familia la salubridad, el murmullo del oleaje, la furia de la sudestada y el aroma de un indomable océano.

No nos explicó la vida. Para él todo transcurría indefectiblemente. Y el fenómeno era que yo observaba sus movimientos, su andar cansino, su trato generoso y solidario, su consideración hacia los demás, y su eterna bondad. Todo eso yo no lo escuché de sus labios finos, duros y expresivos, pero lo vi trajinar innumerables veces, y afrontar con sus únicos recursos tucumanos lo adverso de la vida cotidiana.

Sus manos, cabe una mención especial para sus manos. Fueron perdiendo lentamente esa habilidad tan particular que tenía para asir el martillo, la pala, la escoba o el cuchillo en la mesa. Pero por sobre todo lamentó no poder encarnar el anzuelo. Eso nos conmovió a todos. Quizá las únicas enseñanzas que impartió, cuando pudo, fueron acerca de la forma de encarnar bien y lanzar la caña de pescar. Jamás lo escuché incursionar otros temas que no sea la pesca. Me refiero con énfasis y entusiasmo.

La razón  de la existencia de mi madre fue estar junto a él. Tuvo hijos y enfrentó enfermedades en esa inquebrantable condición. También falleció a su lado. Sería extenso explicar el significado de su presencia en su vida, por lo que reservaré esa historia para otra ocasión

Tuvo algunos amigos, sí, pero no les dio mucha importancia. La amistad, entendida como el culto incondicional a ciertas personas no estaba en su humano horizonte. Lo querían, muchos lo querían, pero él podía prescindir de esa carga afectiva, y quizá nadie se dio cuenta de ello. Yo trataba de entenderlo, y era muy difícil para mí penetrar ese sistema de relaciones tan especiales. Los compromisos no eran compromisos, eran actos de generosidad, de amor o de indiferencia, nada más.

Transmitía conocimientos, muchos aprendieron por ejemplo carpintería porque él tuvo la paciencia o la facultad del maestro para lograr que ese cúmulo de experiencias no cayera en saco roto, y lo lograba. Jamás dio una clase de nada, sus palabras tenían la propiedad de ser aprehendidas, asimiladas o acogidas como el saber supremo en esa materia. 

Así vivió, impartiendo intuiciones, formas de vida, actitudes vitales, modos de comportamiento, de ver y comprender, de actuar frente a ciertas situaciones, de amar, de relacionarse con los demás, de sentir, y de reaccionar.

Así murió, querido, amado, recordado por su amor al prójimo, por haber transmitido fe y esperanza a raudales, pero, por sobre todo ¿por qué?, porque fue un sabio.


Héctor Correa

Punta Alta, 13 de diciembre de 2005







martes, 11 de junio de 2024



El desprevenido rosaleño


Al desprevenido rosaleño que miraba la oscuridad de las calles que bordean el parque a su izquierda. De él hablo. Blanquecinos postes con ciegos ojos rectangulares -opacos- miraban las pocas estrellas que aparecían y desaparecían detrás de oscuras nubes invernales. Las sombras arbóreas se mecían y acompañaban una leve brisa fría. Ya se acercaba la medianoche. La calle esperaba que esos ojos escrudiñaran el parque buscando el porqué de esos estridentes ruidos taladrando sus oídos. Ahora solo unas metálicas siluetas se perfilaban en las intrincadas callejuelas internas. 

El desprevenido rosaleño esperaba que esas siluetas con brillos que se movían en círculos tuvieran vida. Nada indicaba otras señales, todo estaba en silencio. De vez en cuando a lo lejos se escuchaba un leve ronroneo, sin importancia. Los pilotes, erguidos, semejaban siluetas adormecidas, los ingenieros de la empresa de electricidad le habían explicado su capacidad lumínica y sus propiedades solares. Hoy eran esqueléticos y paralíticos restos decorando la oscura senda peatonal. Caminaba diariamente mientras esquivaba otros peatones y ciclistas, pero no de noche. 

De pronto aparecieron los fragmentos, esparcidos entre los árboles. Fragmentos por doquier y su memoria explotó. La moto se había deshecho, solo pedazos de metal y a lo lejos se veían las ruedas que se habían desprendido. Fue repentino, recordaba o creía recordar, dos masas que se le cruzaron en la calle. Supo más adelante que penetraron descontroladas en el interior del prado dejando los cuerpos de los conductores en el camino. Como había perdido la conciencia, en este momento solo recortes volvían al lugar. Ya no estaban los surcos de los hierros horadando el pasto del borde que miraba estupefacto. Sentía que todavía su olfato percibía el estruendoso rozamiento de las partes. Y un rechinamiento metálico le había quedado como una suerte de mortal sonido que volvía en forma permanente como un corte sobre su cuerpo herido difícil de cicatrizar. 

Las motos se perdieron en el campo, no las volvió a ver. Solo fantasmagóricas sombras las habían conducido. Al desprevenido rosaleño le producía un frío estremecimiento esas imágenes. De todas maneras, salía y recorría esa senda, y cuando volvía a su casa el camino no se disipaba con facilidad. Su máquina aún estaba guardada, algunas partes retorcidas y sus inservibles ruedas eran a veces como agujas sin anestesia. Eso eran esas máquinas rodantes cuando inconscientemente se lanzaban por las sendas rugiendo, gruñendo, aullando, buscando presas, rompiendo la aletargada quietud de la noche, por las mansas ondulaciones del campito. 

Casas, construcciones, habitantes, humanos -como el desprevenido rosaleño- resistían estos embates, como espectadores pasivos y mansos. Miraban añorando un vergel que nunca fue o no quiso ser. Al caer el sol, al cesar el escaso o ya casi nulo canto de aves que una vez tuvo, los ojos del desprevenido roaleño se movían como buscando la tenue luz que la luna reflejaba sobre las indiferentes hojas. Al ponerse el sol y aparecer las diminutas estrellas sí las bestias comenzaban su estridente andar. Ya era inevitable.

Quisieron confiar cuando les prometieron interponer recursos para terminar con esas fieras. Habían explicado a los dirigentes que esas alimañas producían un daño físico y existencial. Que sus madrigueras allende el parque, sobre una periferia marginal, guardaban sus ejes, rayos y cilindros, en un liviano sueño presto a salir al menor toque. Que eran incontrolables frente a la fuerza del humo y los escapes. No entendieron esas razones ni tampoco las irreductibles del temeroso ciudadano.

Más adelante, cuenta el desprevenido rosaleño, una masa informe, de voraz lengua, de múltiples caños y engranajes, se había levantado, justo donde se posaba incólume una estatua ecuestre, con la triste figura -cervantina- montada de un jinete que casualmente fue el único en encontrar con su brazo un horizonte que hoy, los que quedan, como el desprevenido rosaleño, no pueden alcanzar.





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