martes, 5 de agosto de 2008

PATAGONES TRÁGICA

El lugar

Museo Carmen de Patagones de la Prefectura Naval Argentina
Por su antigüedad y funciones, la Prefectura Naval ha constituido a través de los años avanzadas de soberanía en distintos puntos del litoral marítimo y fluvial del país. Al abrigo de sus más antiguas dependencias, simultánea y posteriormente, se fueron conformando los núcleos urbanos de lo que hoy son importantes ciudades. Es natural, por lo tanto, que su historia se enraíce profundamente con los lugares y comunidades donde se asientan, y hayan sido participes o testigos de su nacimiento y evolución.
Y es así que, para dar testimonio de una parte de esas historias regionales, se crea el 25 de Agosto de 1995 un museo en la Prefectura Carmen de Patagones, que durante el siglo XIX fuera a la vez frontera y umbral de la entonces casi desierta Patagonia. Este museo es formalizado el 30 de Abril de 1998 con la denominación de “MUSEO CARMEN DE PATAGONES DE LA PREFECTURA NAVAL ARGENTINA “

Dirección: Estados Unidos 380
Teléfono: (02920) 46-1742
Horario de atención: de lunes a viernes de 8:00 a 12:30 y de 15:00 a 18:30 horas. Sábados y domingos de 10:00 a 12:00 y de 15:00 a 18:00 horas.
(Alguien compuso esta descripción)





Carmen de Patagones se inserta, como un dedo acusador, en la Patagonia, dirían algunos. Una extensa carretera, por sobre la semiaridez, recorre una yerma línea casi recta hasta esa ciudad, pequeña, enclavada a la vera del Río Negro, y pegada, río por medio, a la capital de la provincia del mismo nombre, Viedma. Entre ambas más de sesenta mil habitantes viven la peculiaridad de tener a un costado la inmensidad del océano, y al otro el semidesértico espacio patagónico. El horizonte se yergue, tiene existencia, no está adormecido, y sobre la interminable horizontalidad que tenía por delante, veía el suceder del solitario árbol y la escrutadora mirada del pájaro esperando la presa; mientras tanto los kilómetros pasaban, no era difícil llegar, sólo había que dejar pacientemente que el auto recorriera sobre el tibio asfalto la distancia que faltaba. Más allá, hacia el sudoeste, el valle reflejaba otros ámbitos y otras realidades. De todos modos la desembocadura del río, el inicio del desolado y devastado páramo patagónico constituían un marco propicio para acciones desproporcionadas sin duda… dejándome llevar por ciertos pensamientos. Los pocos y esparcidos montes de piquillín y chañar se sucedían con cierta lentitud y apatía a los costados del camino, el desmonte iba ganando la región noroeste de la Patagonia irracionalmente, y producía una cierta congoja en mi ánimo mientras con cierta parsimonia avanzaba sobre mí la sombra del eucalipto y el naranja de la loica. Hablé por teléfono varias veces con mis amigos sobre el tema. Me esperaban ansiosos esta vez porque habíamos incluido la intención de hacerme conocer la escuela. Se habían sucedido muchas alternativas, opiniones y dudas sobre esas muertes, y no coincidíamos, aunque el esfuerzo era inmenso. En algo estábamos de acuerdo, nos deben una explicación, y pensábamos que alguien debería elucidar, interpretar y encabezar alguna actitud esclarecedora sin duda. Los interrogantes eran, además de traumáticos, cuantiosos y difíciles de abordar. Carmen de Patagones navegaba sobre una calma comparable sólo con la del témpano en el inmenso océano, frío y amenazante, profundo e inabordable, silencioso y depositario de muerte y dolor. Tenía que recorrer unos trescientos cincuenta kilómetros, habíamos salido temprano. Si se miraba desde lo alto, nadie podría haber pensado que semejante territorio guardaba, latente, no sólo un largo, recto y anodino pedazo de la provincia más importante de este país, sino la trágica y sinrazón fuente de la irracional, por temprana e infantil, conducta de un púber. Como todo, me decía mi entrañable amigo, la lentitud contrasta con la rapidez del sórdido eufemismo institucional. Sumerjámonos en las entrañas de la apacible tarde maragata, ahondemos en el virginal laberinto del niño, y veremos cómo el tiempo es inasible, cómo la montaña irrumpe milenariamente, la mente se adueña de lo visceral casi sin querer, inconsciente e incontenible en el desmesurado proceso. Delma, mientras tanto me iba señalando el camino, iba resaltando el árbol, el pájaro y el llano que lo bordea, toda la riqueza del suelo, la descripción geográfica de la entrañable tierra, y la belleza de la mirada femenina sobre el agreste plano. Es mucho territorio pensaba. Los amigos de Patagones todavía seguían impregnados de esa fatal ironía cuando me comentaban, con respiración fuerte y entrecortada, los acontecimientos de ese día … la ironía de lo incomprensible, la sensación de lo oscuro e indescifrable de la condición humana. Me ayudaban a pensar cómo se va engendrando un acontecimiento fatal, cómo se genera la inconcebible roca a través de infinito suceder del cual yo apenas tenía conciencia. Entre otras acotaciones me preguntaban ¿por qué eligió la escuela? Algún remolino de polvo de pronto cruzaba la carretera, penetraba como una aguja en el pastizal y se desvanecía abruptamente en el costado opuesto. Dejaba una pequeña nube opaca que el viento se encargaba de despejar a lo lejos, detrás del alambrado. El camino seguía así. Al final estaríamos en el lugar que de alguna manera nos estaba provocando esta inexplicable inquietud. Una inquietud que nos obligaba a remontarnos a lo más recóndito, a lo más oculto no sólo de un chico sino de una comunidad. Querían que conociéramos el ámbito, el clima, las calles, el edificio con sus particularidades ahora, la ciudad-puerto como la llamaban, el río, la vista sobre Viedma, en fin dos ciudades, pequeñas, y una geografía peculiar predominando. Me habían revelado que las geografías definen comportamientos singulares, propios, pero aún no creo en esa teoría, tan determinista como aquellos que explican las conductas sociales simplemente por la historia familiar y social del individuo. Al fin y al cabo el hombre sigue siendo un elemento muy complejo a la hora de querer exponer actitudes específicas. Bajo este cielo, con algunas nubes transitando lentamente, como impávidos y algodonosos testigos de los actos mundanos o no, íbamos sobre el camino a veces absortos en nuestros pensamientos, a veces comentando la agreste colina o el páramo pre-patagónico, la inmensidad atrás y lo desentrañable esperándonos delante. De pronto el río, sus aguas calmas y abstraídas ya en la desembocadura, frente a lo acontecido, ofrecía la sensación del transcurrir inevitable y oscuro que, sin saber, guardaba una historia mezcla de descontrolable tragedia y destino irracional. Recordaba esos barquichuelos, pequeñas cáscaras, íconos deslucidos ante los ojos de las irremediables víctimas. Aquel vecino me contaba que el padre lo llevaba con frecuencia a mirar el museo, le tomaba un tiempo considerable ver las distintas armas expuestas y las historias de combates pasados. El hijo lo miraba con sus brillantes ojos siempre, fijaba su vidriosa mirada, no decía nada y asentía cada comentario como muchas veces lo hacía desde que tenía memoria. Había nacido gracias a unos vecinos que trasladaron a su madre hasta el hospital público y lo mecieron en muchas ocasiones, su padre lo vio después, la Fuerza le había dado algunos días ante semejante acontecimiento. Ahora parecía no importarle tanto. Acompañaba los silencios de sus padres, sus discusiones y violentos forcejeos, y bajaba la cabeza, no comprendía bien esa convivencia. El río, su tranquilo andar, las dos ciudades, mitigaban las confusiones y las tristezas. Sólo recordaba cuando arreciaba el inevitable viento patagónico, y la nube hecha polvo recorría las terrosas calles que debía andar hasta la escuela. Le decía a su único amigo, o le contaba, sobre su madre, pequeña madre, melancólica madre de suave andar y mirada taciturna. ¡Cuidado! Le advertía a veces ella sobre su padre y su irascible arrebato. Descansaba luego solitario en esa orilla donde observaba las grises y descuidadas torres de los pocos edificios públicos de Viedma. Ciudad de sombrío perfil y anodinos contornos, incomprensible, fría en el entorno del territorio penetrado de desierto y meseta. Así pensaba, le dijo a Delma una vecina, pasaba horas observando el río. Pero, a medida que crecía, una sombra taciturna surcaba su rostro, como una nube tormentosa, cargada de la fría humedad del río que no descargaba nada y se acumulaba como un terroso cántaro sin terminar. Habíamos cruzado, casi sin darnos cuenta el Río Colorado. Algunos visitantes habían hablado de la influencia que ejerce ese río sobre las conciencias de los habitantes, otros sobre la evidente asimetría social, económica y cultural entre ambas ciudades, otros sobre ciertos factores de poder que se mueven silenciosamente dentro de las comunidades. Pero lo cierto es que el funcionario más alto que atiende los asuntos educacionales del país había caracterizado ese año como el más trágico ocurrido en el país, o tal como lo dijo el más violento en cuanto a violencia en las escuelas. Me quedé pensando en lo fútil de las palabras lanzadas así sin más, como una simple y sencilla frase sin objetivo preciso o destinatario alguno. Así era este pedazo de tierra, donde comienza la Patagonia, donde lo yermo es lo cotidiano, el rastrero viento una constante y el indiferente río su marco. Sí, indiferente, tranquilo, insensible y distante. Y ahí estaba asentada la Prefectura, avanzada de soberanía, según algunos que habían dejado su vida en esos rincones. El río cruza, solitario, como un gigante acuoso adormecido una desértica región abandonada a su suerte, y separa con su somnolienta corriente dos poblaciones y muchas vidas. Algunas de esas vidas viven atormentadas, otras pasan sin saber o conocer al menos el por qué están allí. El color del agua que transporta ese río es gredoso, nada transparente, aunque sin ser sucio, como algunos otros ríos en el mundo que se convierten en grandes recipientes de desechos y basura humana, fluye, sin embargo, comunica y muere en el Atlántico no siendo interés de nadie aparentemente. Si, el desinterés es lo habitual, el hombre patagónico vive en y con la indiferencia, primero del país central, luego de sus propios coterráneos. El parsimonioso deslizarse del río es un reflejo de esa condición. Así lo sentí cuando me topé con las primeras poblaciones de esa extraordinaria región del sur de América. Así se lo comenté a Delma, mientras observaba ondulantes médanos contenidos por abúlicos arbustos y un perezoso chimango sobrevolaba en una infinita espera alimentaria. Entretanto, lo que comenzó siendo una tenue y fresca brisa matinal, fue tornándose en un frente terroso, arenoso, que cruzaba de oeste a este la ruta dejando el celeste horizonte para transformarse en una brutal agresión irracional como lo acontecido en esa escuela. En unos minutos todo volvió a ser como antes. Así también sucedió en ese escolar recinto, y aún hoy, destacados especialistas se preguntan si realmente aconteció, si ese chico existió y si esa ciudad, en el norte patagónico, agresivo y flemático como el río existe en este país.

Héctor Correa
Punta Alta, agosto de 2008


El río

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